Todo ama



Este, más que un libro ilustrado (bellamente) de poesía para niños, es un atajadero del cielo, una ventana, un mirador de los infinitos paisajes del alma. Una boca valiente que sale a decir que todo ama en un mundo que se empeña en borrar los orígenes y los recuerdos y hacer de la infancia un negocio y de la felicidad un plan que se compra con una tarjeta de plástico.

Todo ama desde las infinitesimales partículas, desde los adentros profundos, desde el punto original hasta la fuga que nos llama. En el reposo de la tarde la mirada de ese niño -el que ha escrito este libro-, urdimbre amorosa del iris, se posa sobre las atracciones apasionadas y colmadas que mantienen a las cosas en su ser, al planeta en su órbita, al Universo pulsando:

Y cuantos sombreros están tan a gusto
colgados perdidos por su vieja percha;
cuántas pinzas, fíjate, pasan días y noches
prendidas, felices, en su fiel tendal.

Y cuántos asombros recoge ese niño, cuántas posibilidades del ser infinito, cuántas partículas de la existencia sin límites que se percibe con el cuerpo todo cuando todo el cuerpo se vuelve asombro, cuando el ojo se vuelve verdaderamente ojo, cuando:

Sales a la calle y en seguida ves
que todo lo que hay es capaz de amar.

Capacidad de la existencia sin límites, que es la existencia aprehendida por la conciencia infantil. Voluptuosidad inagotable de la soledad que alumbra las grandes ensoñaciones del alma.

Distendido el espíritu en la tarde que se alarga, perezosa y plena, ese niño descubre los hilos de oro que urden el envés de la realidad, fiel enamorada que siempre quiere ser descubierta, descifrada, deseada y sorprendida con nuestras palabras, con nuestros hallazgos:

una hoja puede, por cosas del viento,
sentirse atraída por un rincón sucio.

Qué hay en el rincón, qué hay en la hoja, qué hay en el viento que llaman a ese niño para que con ellos se entreteja, para que con ellos habite los espacios soleados y cálidos de la presencia, para que después pueda habitar los espacios dolorosamente bellos de la ausencia y restañar, con un piadoso pañuelo, las lágrimas de las cosas.


A ver quién nos niega que una silla llora
cuando ve que pasan épocas y meses
y aquella persona con la que encajaba
ya no está y ya nunca más se sentará.


Dijo Whitman que quien toca un libro toca un hombre.

Quien toca este libro toca a un niño.

A un Niño.

Y, sin remedio, se enamora.


Todo ama
Aurelio González Ovies
Ilustraciones de Antonio Acebal
Editorial Pintar-Pintar
Oviedo 2009.
(La edición original está en asturiano)